Recuerdos de colegiada

Begoña Estébanez Martín

  Mis primeros recuerdos son del Colegio “La Milagrosa”, también llamado Casa de Beneficencia, porque, además de alumnas externas e internas, albergaba ancianos. Estaba regido por religiosas y, si no recuerdo mal, pertenecían a la orden de Santa Catalina de Labuoré.

  Allí debí ingresar a los cuatro años, pues mi madre trabajaba en casa (era sastra) y a pesar de que contaba con la ayuda de mi abuela, que vivía con nosotros, mi hermano y yo éramos revoltosos  y dábamos bastante guerra.

  Recuerdo perfectamente dónde estaba mi clase y a mi primera monja, Sor María, que era ya mayor. También recuerdo a algunas de mis compañeras porque vivían en el barrio y después del colegio compartíamos juegos hasta la hora de comer. Jugábamos a la “tanga”, al “marro”, a los “agujones”, a las “tabas”  y si había chicos a “civiles y ladrones” (que me roooobannn los calzooooneeees)

  Recuerdo vagamente la Enciclopedia Álvarez y al empezar a escribir, las cartillas de caligrafía (letra redondilla, inglesa, gótica…). 

  La enseñanza religiosa tenía mucha importancia y las  monjas, que vestían túnicas largas de color azul y tapaban sus cabezas con inmaculadas tocas blancas, tiesas y almidonadas, casi a diario nos trasladaban a la Capilla del colegio y allí nos enseñaban a rezar y a cantar. Recuerdo que en el coro había una monjita joven, Sor Ascensión, guapísima, que cantaba como los ángeles y hacía unos solos que daba gusto oírla. En el mes de Diciembre rezábamos la novena a la Virgen Milagrosa y en mayo había que ir todos los días a misa antes de empezar las clases .  Era el mes de las flores y cantábamos: Venid y vaamos todos, con floores aa María, con flores aa María, que madre nuestra es.

 También nos preparaban para la Primera Comunión, que entonces se hacía a la edad de 7 años.

  El día de mi Primera Comunión, que tomé, junto a mi hermano y todas las niñas de la clase, de la mano de D. Martín, que era el sacerdote que oficiaba en el colegio,  fue un día muy feliz para mí. 

  No puedo recordar ni una estrofa de la poesía que tuve que recitar ese día ante toda la concurrencia, pero empezaba más o menos así: Quisiera ser mariposa y volar… No recuerdo nada más.

  Lo debí hacer bien porque no me gané un tirón de orejas de Sor María. Y qué guapa estaba con mi vestido de “princesa”, tan tieso y almidonado…

  Ese día no veía la hora de salir a la calle para lucirme, todo lo contrario que mi hermano, que con 6 años la hizo ese mismo día. Mi madre no conseguía sacarle del portal, porque él se encontraba ridículo vestido de “marinerito”.

  En cambio yo estaba encantada y aún recuerdo como las vecinas y los amigos de mis padres me echaban pesetas en la limosnera que llevaba colgada de la muñeca.

  Después de la Comunión dejábamos la clase de Sor María, unas para pasar a la de Sor Dolores, hasta los 10 años si íbamos a preparar el ingreso para el bachillerato y otras con el resto de las monjas, hasta los catorce para obtener el Certificado de Escolaridad.

  Sor Dolores Varena, que era una monja joven, andaluza, de Huelva para más señas, era muy alegre y todas le teníamos mucho cariño. De hecho, años después, con ocasión de un viaje a Vitoria, fui a visitarla al centro al que había sido trasladada y  aún se acordaba de mí.

  Los domingos ponían cine en el salón de actos y mi hermano y yo no nos perdíamos una, aunque las repitieran de vez en cuando, dado el escaso repertorio con el que contaban las monjas. Me gustaba Helena de Troya y a mi hermano Maciste “El Coloso” y juntos reíamos con Cantinflas, los Hermanos Marx, Chaplin, etc.

  Cuando llegaba el fin del curso teníamos que llevar de casa trapos y una caja con cera para limpiar los pupitres. Ese día era una fiesta. Borrábamos las manchas acumuladas durante todo el curso, encerábamos el pupitre de madera e incluso nos subíamos encima para sacar brillo con los pies.

  Después llegaba el último día, el día de la “Función”. 

  Las monjas nos preparaban durante todo el curso, bien para una pequeña obra de teatro, bien para una representación de ballet o para bailes típicos regionales, etc…

  Yo me apuntaba siempre a todo y eso me costó algún disgusto. Los trajes tenían que hacerlos las madres y cuando llegué a casa y le dije a la mía que tenía que hacer tres, me agarró por la oreja y me llevó al Colegio para decirle a Sor Dolores que solo había tiempo para hacer un traje, que eligiera.

  Eligió el de ballet, supongo que porque era el más difícil y ella sabía que mi madre cosía bien.

  Cuando salíamos al recreo nos daban unas botellitas de leche y un trozo de queso de bola. Decían que era la ayuda americana y así como la leche me daba arcadas, el queso me gustaba mucho.

  Ahora, el mejor recuerdo que guardo de todos esos años es el del día que llego a casa y al subir las escaleras me intercepta una vecina que tenía una gran amistad con mi madre y me dice: Begoñita, no subas, entra en mi casa que te vas a quedar aquí a comer,  porque acaba de nacer tu hermanita y aún no puedes entrar.  ¡¡Con las ganas que yo tenía!! Se me hizo interminable la espera,  hasta que al fin me dejaron subir a casa y pude verla, aunque, inocente de mí, pensaba cogerla de inmediato y jugar con ella como si fuera una muñeca, pero no, aún tuve que esperar días para que mi madre me la dejara tener en brazos. 

  A los 10 años salí del colegio para empezar el bachillerato en el Instituto y ahí cambió todo. Ya no era una única profesora, ya había un profesor para cada asignatura.

  Esa época también fue muy buena, a no ser porque se exigían resultados y a mí no me gustaba mucho estudiar. Solo me gustaba leer.

  En tercer curso me sorprendió el profesor de Latín, un sacerdote llamado Don Aquilino, leyendo un libro que mantenía debajo del tablero del pupitre. Cándida de mí pensaba que, al estar en la última fila, él no se iba a dar cuenta y cúal no fue mi sorpresa cuando oigo una voz detrás de mí, que dice: ¿Está interesante el libro Begoñita Estébanez?

  Tan ensimismada estaba en la lectura, que no me di cuenta de que había subido los escalones hasta llegar a colocarse detrás de mí.

  Me castigó por un tiempo a estar de pié junto al encerado, la hora que duraba su clase.

  Pero sí, el libro estaba muy interesante para una niña de trece años y aún recuerdo el título y el autor: Una chabola en Bilbao, de José Luis Martín Vigil. Seguro que muchas lo habréis leído en aquella época. 

  Y una confidencia: hacíamos “citas a ciegas”, no creáis que es cosa de hoy en día con internet, no, no…Ya estaba inventado en los años 60.

  Se daba la circunstancia de que al Instituto iban los chicos por la mañana y las chicas por la tarde y en cuanto nos asignaban pupitre fijo, lo primero que hacíamos cada día era mirar a ver si el estudiante que lo ocupaba por la mañana nos había escrito.

  Un buen día encontré una nota del chico que ocupaba el mío. Se llamaba Pablo. 

  Empezamos a cartearnos y un día quedamos en la Plaza de San Pablo para conocernos en cuadrilla. Esto quiere decir que él iría acompañado de sus amigos y yo debía llevar a mis amigas y así hicimos “pandilla” y de aquella ocasión, que fue la única,  guardo muy buenos recuerdos.

  Cuando llego al Instituto, lo primero que me impacta es ver a las chicas mayores, las de catorce años en adelante, tan guapas, tan pintadas, con sus zapatos de tacón, sus  peinados bien “cardados” y… ¡¡fumando!!

  Así que las pequeñas, a los once o doce años, íbamos de vez en cuando al quiosco a comprar uno o dos cigarrillos mentolados y las imitábamos en todo. Y ¡¡claro!! Había que maquillarse, aunque entonces se decía “pintarse la cara”.

  Un día, sin que mi madre se diera cuenta, salí disimuladamente diciendo adiós y sin besar a mi abuela, después de haberme pintado como una puerta los ojos, pestañas y mofletes con las pinturas de mi madre. Iba más contenta…

  Pero, mira por donde, mi gozo en un pozo. Coincidí en la escalera con  mi padre que venía de trabajar y al verme se horrorizó. ¡¡Venga para arriba!! Y al entrar en casa: ¡¡Pero Consuelo!! ¿No has visto como va esta chica? Y mi madre me dejó la cara con unos vistosos coloretes naturales, de los restregones que me dio con jabón. 

  La única asignatura que me gustaba era la de francés, aparte de la gimnasia, que la impartía una profesora llamada Pilar.

  Pilar era un modelo para todas las niñas. Tan guapa, con su pelo negro, su flequillo, su estilizada y elástica figura, enseñándonos a hacer la voltereta lateral y el pino.

  Todas queríamos tener una falda escocesa tableada, con un gran alfiler en el tablón delantero y unas medias de sport por debajo de la rodilla, como llevaba ella.

  Pero no me gustaba estudiar y al terminar el tercer curso, a finales de mayo, con cuatro asignaturas pendientes para septiembre,  me salió un  trabajo en una oficina y con trece años empecé a trabajar.

  Mi madre y yo hicimos un pacto: si quieres trabaja por el verano, pero con la condición de que al mismo  tiempo estudies y en septiembre  apruebes las que te han quedado.

  Como me gustó tanto el trabajo, me apliqué y lo conseguí, así que mi madre y yo ampliamos el pacto y seguí trabajando  al tiempo que hacía el bachiller nocturno en el mismo instituto, pero esa ya es otra historia… 





Valladolid, 19 de octubre de 2023

Begoña Estébanez Martín

1 comentario

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    Hace 11 horas

    Elvira de Rosales

    Un texto en el que seguro nos reconocen muchas. ¡Enhorabuena!

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